domingo, 28 de septiembre de 2008

Y ahora esto.


Una tarde de sábado gris, fresca y lluviosa (el más típico de los primeros sábados de otoño, vamos) puede ser un momento tan bueno como cualquier otro para empezar a estudiar, aunque preparar la puesta en escena te lleve más tiempo del recomendado en cualquier manual.

Una camiseta varias tallas grande, unas cómodas y gastadas mallas que me permitan libertad de movimientos y me calienten al tiempo, gruesos calcetines porque el ambiente está húmedo y ya no se puede andar descalza... El libro por estrenar, fluorescentes de casi todos los colores, pilots en negro, rojo y azul por si resultan necesarios, post-it en forma de banderitas para señalar cualquier página a la que se deba volver en caso de emergencia, un cuaderno con todas las hojas en blanco, lápices recién afilados para el primer subrayado... todo ello lejos de la ventana y el portátil, encendido para poder escuchar música mientras se bajaba la película que quería ver anoche con un bol de palomitas, para evitar distracciones.

Sociología. Después de pensarlo detenidamente y porque no me mueve más que mi propio interés en unos estudios que no espero hacer servir para nada material en mi curriculum laboral, me he matriculado en Sociología. Apenas dos asignaturas (las que me han parecido más sencillas a priori) y otra que me convalidan de la carrera que comencé hace ya tantos años que me costó, cuando rellenaba el impreso de la matrícula, recordar el de mi ingreso en la Universidad.

Resultó una tarde entretenida e intensa, aunque apenas si acabé de leer muy por encima el primer tema. A ese ritmo sé que es imposible conseguirlo pero estoy lo suficientemente animada como para seguir con el entrenamiento. Lo dejé cuando me aburrí con el autoconvencimiento de que hoy volvería a intentarlo. En otra solitaria tarde gris, fresca y lluviosa. Aunque a estas horas ya estoy un poco en alerta, a la espera de meri, que en cualquier momento puede volver -de cualquier humor- después de sobrevivir a este primer fin de semana en la nueva casa compartida con la novia de su padre, que no le interesa nada.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Sonrisas y lágrimas.


Tuve que hacerme fotos para el carnet de facultad. No me gustan los fotomatones, así que acudí al estudio de un fotógrafo profesional, que me hizo pasar al recinto en el que se perpetran esos menesteres. Un lugar totalmente aséptico, pequeño y estrecho, paredes blancas, banqueta negra, un par de focos, una impresora y una sofisticada cámara montada en un trípode. De entrada, cuando ya una vez sentada me dirigió el foco a la cara, masculló que le molestaban mis gafas. Bueno, eso no tenía remedio, así que debía arreglárselas como fuese para que yo saliese en la foto con las gafas puestas y los menores reflejos en ellas. Se le ocurrió, supongo que no por primera vez, pues no seré la única miope que acuda a hacerse un par de fotos, colocarlas en una posición distinta. Tampoco le convencía, así que me tuvo más de diez minutos cambiando de postura la cabeza, subiendo y bajando la barbilla, (ahora gira un poco a la derecha, así, no, menos, un poco a la izquierda sin levantar tanto la cabeza, no, no muevas el cuello, no mires directamente a la cámara, levanta un centímetro, no, tanto no, menos, muévete, que no salga el reflejo...) hasta que, queriéndome hacer creer que ya estaba satisfecho aunque su gesto indicaba claramente lo contrario, y pidiéndome una sonrisa, hizo el primer disparo. Que me asustó, coño. Y cerré los ojos. La foto, por supuesto, no servía. A pesar de la sonrisa. Durante los siguientes minutos, que a mí me parecieron eternos, estuvo pidiéndome sin descanso que sonriera, pero de verdad, que separara los labios, que iluminase los ojos -supongo que para contrarrestar los reflejos que en ningún caso iban a ser evitados- hasta que se rindió, al comprobar que ese día no iba a conseguirlo. Pasé un mal rato porque, mientras él insistía, yo pensaba en los meses y meses que había estado entrenándome para, al fin aunque después de muchos esfuerzos, conseguirlo de manera que resultara poco artificiosa. Y en los pocos días que me había costado perder todo ese trabajo. Así que cada vez se me iba frunciendo más el ceño aunque, eso sí, iluminándose los ojos, debido a las lágrimas que ya se estaban formando. Pero no podía abrir la boca, aquello no era una sesión de terapia, sino tan sólo un intento de conseguir dos fotos que me pedían para el carnet de la facultad. Y se notó en los resultados. Hubo tres intentos más, con renovadas peticiones de sonrisas que no surgían, más movimientos mecánicos de cuello y después, imagino que cansado del trabajo que le estaba dando para una ganancia miserable, lo dejó estar y me dio a elegir, entre las cuatro instantáneas que había conseguido, la que iba a imprimir para satisfacer mi encargo.

Deseché la primera sin mirarla siquiera por razones obvias. Y en las otras descubrí a una persona a la que apenas conocía. Hace muchos años que he conseguido, a base sobre todo de entrenamiento, no verme la cara cuando tengo necesidad de mirarme en el espejo. Con el pelo tan corto que llevo y sin tener que comprobar los resultados de maquillaje alguno no es imprescindible detenerse en detalles, por lo que las ojeadas son rápidas, apenas para comprobar que no quedan restos de dentífrico alrededor de los labios. Así que en el momento de tener que enfrentarme a mi propia imagen inmortalizada para siempre en aquellas fotos para el carnet de facultad, me encontré con el rostro de una mujer que no sólo lucía una media sonrisa más falsa que un billete de euro sino además unas ojeras de esas que a mí me preocupan cuando las descubro en la cara de alguna persona que me importe, por poco que sea. Y entonces, decidida por la última de la serie, porque la decisión era algo inevitable, sólo pude pensar dos cosas que no tenían nada que ver una con la otra: por qué resulta casi obligatorio sonreír cuando vas a salir en una foto y por qué nadie de los que pululan a diario a mi alrededor me había dicho que presentaba un aspecto tan lamentable y enfermizo.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Education for citizenship.


En este País (Valenciano aunque podría ser de Nunca Jamás) y a unos más que a otros, nos gusta ir un paso por delante. Con ese fin, cada vez que nos convocan a unas elecciones solemos votar a los políticos que se postulan más modernos, valientes y rompedores. A lo largo de los cuatro años de su mandato les animamos a plantearse polémicas ficticias en las que puedan, desde la portavocía de cada partido, dar sobradas muestras de esas superiores inteligencia y categoría moral que les ha llevado a ocupar tan altos y dignos sillones. Y no tienen por costumbre defraudarnos.

Así, mientras en otras Comunidades Autónomas la batalla es cargarse una insignificante asignatura de los planes de estudio oficiales y obligatorios, nuestro President, con la elegancia y cosmopolitismo que le caracteriza, afirma que aquí, donde somos más europeos (incluso más americanos) que ninguno y donde, a base de grandes eventos nos codeamos a diario con la crème de la crème – que, como es bien sabido, no habla en valenciano y a duras penas si lo intenta en castellano – la insignificante asignatura no sólo se impartirá incluso en los mejores colegios, sino que además se dará en nuestra tercera lengua, que como todos sabemos, es el inglés, idioma que nos enseñan en los colegios desde el mismo día en que pisamos por primera vez un aula.

La oposición, oponiéndose como es su costumbre, entra al trapo y hace una contrapropuesta, sin ser consciente de que les está hurtando a nuestros hijos la opción de una educación como de colegio privado, sin tener ni la necesidad de llevar uniforme siquiera. Aunque yo creo que ahí se equivoca, pues esa materia ya tiene (de nuevo) lengua oficial, y no será precisamente nuestro President quien acceda a cambiarla.

Este post lo escribí (y publiqué en otro sitio) hace justo un año. La asignatura -y con ella la falsa polémica surgida de todos sabemos dónde- sigue estando a día de hoy tanto en el candelero que el tema, ahora que no estoy demasiado inspirada, puede darme incluso para una serie. Así las cosas, y aprovechando que mi adolescente está metida de lleno en la asignatura y tengo información de primerísima mano, seguiremos informando.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Me baja la serotonina.

Otoño. Patricia Viot.

La jefa y yo, después de un complicado, caótico y perfectamente olvidable verano, estamos agotadas. Hablamos de eso todas las mañanas mientras nos tomamos un café antes de programar las tareas de la jornada, asustándonos la una a la otra con la llegada del melancólico otoño y lo poco preparadas que estamos para recibirlo. Dicen que el otoño es pródigo en depresiones, no ya tanto porque significa la vuelta a la lucha de los once meses de trabajo (mal) remunerado sino porque se nos va apagando poco a poco la brillante luz del verano. Y con las sombras, según ha leído ella en algún artículo de alguna revista científica de las que tiene el disco duro del ordenador repleto, baja el nivel de serotonina. Que al parecer es la responsable última de nuestros diferentes estados de ánimos. Dicen también que debido a esas depresiones otoñales, las personas afectadas reducen la energía y la actividad social. Y que una de las mejores terapias consiste en desplazarse a algún lugar en el que, en lugar del otoño, esté dando comienzo la primavera.

Ella tenía hoy una cita con su médico para que le recetase algo que la estimulase lo suficiente como para afrontar los próximos meses, que adivina marcados por nuevos (o viejos, que en realidad nunca se sabe) contratiempos y conseguir salir, si no indemne, al menos poco perjudicada. Mañana será mi turno, aunque lo mío creo que es, más que cuestión de receta, de cuponazo de esos de varios miles de euros, que aprendería rápido a gastar en mi propio beneficio. Aunque sé que esa no va a resultar ser mi espectacular salida de la crisis, sino más bien todo lo contrario. Tenía un poco de dinero ahorrado para invertir en una semana de vacaciones (en solitario) -que he guardado como oro en paño- al que le ha sido cambiado el destino. Porque voy a rebelarme contra la depresión con una inyección de energía y actividades sociales: vuelvo a matricularme en la Universidad, y que sea lo que los dioses quieran.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Por mis recetas.

Coulant de chocolate.

Soy consciente de que se lo debía, aunque hasta ahora no había encontrado el momento. Hace unos días La Petite en Belgique me concedió un premio a la calidez por mis recetas. Que yo sólo puedo agradecer y corresponder con una de las mejores. Ahora que mis cifras de colesterol vuelven a valores normales, puedo permitirme el lujo de preparar (y degustar) este delicioso capricho. Para compartir. Con la petite y contigo.

Ingredientes básicos: 125 gramos de mantequilla, 150 gramos de chocolate negro para fundir, 50 gramos de chocolate negro, 50 gramos de harina, 75 gramos de azúcar, 4 huevos y unas semillas de cardamomo.

Preparación: Se pone medio vaso de agua en un cazo y se lleva a ebullición. Cuando esté hirviendo, se añade una cucharada de cardamomo, se apaga el fuego y se deja infusionar. Al cabo de un rato se retiran las semillas y se deja enfriar. Se baten las claras a punto de nieve y se reservan para cuando se vayan a utilizar. A continuación, se funde el chocolate con la mantequilla y se mezcla bien hasta obtener una crema que resulte homogénea.

En un bol se colocan las yemas, a las que se añade la infusión batiendo constantemente y se agrega la harina tamizada. Una vez que todo está bien mezclado, se incorpora la clara montada batiendo suavemente y finalmente se añade el chocolate fundido.

Ahora es cuando llega el gran momento. Se engrasan cuatro flaneras y se vierte la preparación que hemos ido elaborando. No olvides colocar en el centro un trocito de chocolate. Se introduce en el horno caliente (200º) durante 8 u 10 minutos y se sirve cuando esté templado. Es como una explosión. El bizcocho, por fuera, duro y crujiente. El chocolate, por dentro, cremoso y fundido.

Mmmmmmmmmm... disculpa, me estoy relamiendo.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Crueldad gratuita.


"Lo que hizo que me sintiera verdaderamente derrotado fue la sensación de que yo no era imprescindible. Había dado por supuesto que para el éxito del 'experimento' era necesaria mi presencia más que ninguna otra; pero quizá no fuera así, y yo no había sido más que una anécdota secundaria, y por eso me habían dejado de lado cuando traté de asumir una importancia mayor de la que me correspondía.
(...)
Me estaban dando una oscura lección metafísica acerca de cuál es el lugar que ocupa el ser humano en la existencia, acerca de las limitaciones de todo egocentrismo. Pero en realidad daba mucho más la sensación de que todo se redujera a una muestra de crueldad gratuita; aquello se parecía mucho más a la tortura de un animal indefenso que a la lección de un maestro de la vida. Me encontraba sumergido en un océano de desconfianza, no sólo en relación con las apariencias sino también con las intenciones. Durante muchas semanas había tenido la sensación de que me partieran en dos, que me desconectaran de mi anterior personalidad, o de las estructuras de las ideas y los sentimientos conscientes cuya estrecha vinculación constituye la personalidad; ahora en cambio parecía que me hubiesen tumbado sobre el banco de un taller, convertido en un revoltillo de piezas sueltas, y abandonado por el mecánico... Y consciente de que no sabía cómo volver a recomponerme."

John Fowles. El Mago.

martes, 16 de septiembre de 2008

Malos tiempos para la lírica.

Pierre Bonnard.

Tras una larguísima semana en el infierno y otra no menos larga de imprescindible recuperación, empiezo a agarrarme de manos, pies, uñas y dientes a la rutina, a la cotidianeidad. Intento seguir manteniéndome a flote aunque todavía es pronto para empezar a nadar. Supongo que lo haré en cuanto sepa qué dirección es la que más me conviene. No puedo arriesgarme porque no soportaría volverme a ahogar.

Escribo mucho, a mano, hasta que se me agarrotan tanto la muñeca y los dedos que soy incapaz de sujetar el bolígrafo. Todo ello, sin embargo, es rotundamente impublicable, no tanto por demasiado privado sino más bien por brutal, por obsceno incluso. Y porque no permanece. Cada noche, antes de sedarme después de un baño purificador, enciendo una hoguera para quemar todo rastro. No me reconozco y no lo quiero guardar. De esas cenizas nada renace. Lo mejor es que yo me voy desprendiendo, capa a capa, de algo que ya me estaba sobrando.

Y que duele. Y que posiblemente cura.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Un pequeño tesoro.


Los domingos por la mañana leemos el periódico a medias. Yo me quedo con la parte más seria y meri devora El pequeño país. Que también tiene su parte de seriedad, especialmente con algunas irreverentes y cáusticas viñetas, de las que vamos haciendo colección de recortes. Últimamente suele darle un repaso al colorines, pero hay pocos artículos que le interesen como para dedicarles más de unos minutos. Aunque todo es empezar.

A partir de hoy tiene nuevas lecturas que le durarán no sólo para toda la semana sino, si quiere y sabe conservarlas, para toda la vida. Yo perdí mis ejemplares encuadernados en tapa dura en alguna de mis innumerables mudanzas. Ahora, Público me (nos) ofrece una nueva oportunidad, domingo a domingo, de reencontranos con Mafalda. Un pequeño tesoro que añadir a los que, día tras día, vamos atesorando.

sábado, 6 de septiembre de 2008

A flote.

Abismo. Susana Bonnet.

Todo va bien. Salir del pozo que parecía no tener fondo me ha costado un poco más de lo que esperaba, pero ahora ya todo va bien.

lunes, 1 de septiembre de 2008

No en esa red.


He saboreado un cóctel mientras me preparaba unas rodajas de merluza en salsa verde para cenar. De postre, un sorbete de naranja con chocolate negro.

Esta mañana he tirado de un hilo. Ahora sé que poco a poco conseguiré deshacer la telaraña. No van a conseguir prenderme en esa red.

Intento rellenar el hueco. Para sobrevivir. Después, posiblemente seré libre.