sábado, 27 de septiembre de 2008

Sonrisas y lágrimas.


Tuve que hacerme fotos para el carnet de facultad. No me gustan los fotomatones, así que acudí al estudio de un fotógrafo profesional, que me hizo pasar al recinto en el que se perpetran esos menesteres. Un lugar totalmente aséptico, pequeño y estrecho, paredes blancas, banqueta negra, un par de focos, una impresora y una sofisticada cámara montada en un trípode. De entrada, cuando ya una vez sentada me dirigió el foco a la cara, masculló que le molestaban mis gafas. Bueno, eso no tenía remedio, así que debía arreglárselas como fuese para que yo saliese en la foto con las gafas puestas y los menores reflejos en ellas. Se le ocurrió, supongo que no por primera vez, pues no seré la única miope que acuda a hacerse un par de fotos, colocarlas en una posición distinta. Tampoco le convencía, así que me tuvo más de diez minutos cambiando de postura la cabeza, subiendo y bajando la barbilla, (ahora gira un poco a la derecha, así, no, menos, un poco a la izquierda sin levantar tanto la cabeza, no, no muevas el cuello, no mires directamente a la cámara, levanta un centímetro, no, tanto no, menos, muévete, que no salga el reflejo...) hasta que, queriéndome hacer creer que ya estaba satisfecho aunque su gesto indicaba claramente lo contrario, y pidiéndome una sonrisa, hizo el primer disparo. Que me asustó, coño. Y cerré los ojos. La foto, por supuesto, no servía. A pesar de la sonrisa. Durante los siguientes minutos, que a mí me parecieron eternos, estuvo pidiéndome sin descanso que sonriera, pero de verdad, que separara los labios, que iluminase los ojos -supongo que para contrarrestar los reflejos que en ningún caso iban a ser evitados- hasta que se rindió, al comprobar que ese día no iba a conseguirlo. Pasé un mal rato porque, mientras él insistía, yo pensaba en los meses y meses que había estado entrenándome para, al fin aunque después de muchos esfuerzos, conseguirlo de manera que resultara poco artificiosa. Y en los pocos días que me había costado perder todo ese trabajo. Así que cada vez se me iba frunciendo más el ceño aunque, eso sí, iluminándose los ojos, debido a las lágrimas que ya se estaban formando. Pero no podía abrir la boca, aquello no era una sesión de terapia, sino tan sólo un intento de conseguir dos fotos que me pedían para el carnet de la facultad. Y se notó en los resultados. Hubo tres intentos más, con renovadas peticiones de sonrisas que no surgían, más movimientos mecánicos de cuello y después, imagino que cansado del trabajo que le estaba dando para una ganancia miserable, lo dejó estar y me dio a elegir, entre las cuatro instantáneas que había conseguido, la que iba a imprimir para satisfacer mi encargo.

Deseché la primera sin mirarla siquiera por razones obvias. Y en las otras descubrí a una persona a la que apenas conocía. Hace muchos años que he conseguido, a base sobre todo de entrenamiento, no verme la cara cuando tengo necesidad de mirarme en el espejo. Con el pelo tan corto que llevo y sin tener que comprobar los resultados de maquillaje alguno no es imprescindible detenerse en detalles, por lo que las ojeadas son rápidas, apenas para comprobar que no quedan restos de dentífrico alrededor de los labios. Así que en el momento de tener que enfrentarme a mi propia imagen inmortalizada para siempre en aquellas fotos para el carnet de facultad, me encontré con el rostro de una mujer que no sólo lucía una media sonrisa más falsa que un billete de euro sino además unas ojeras de esas que a mí me preocupan cuando las descubro en la cara de alguna persona que me importe, por poco que sea. Y entonces, decidida por la última de la serie, porque la decisión era algo inevitable, sólo pude pensar dos cosas que no tenían nada que ver una con la otra: por qué resulta casi obligatorio sonreír cuando vas a salir en una foto y por qué nadie de los que pululan a diario a mi alrededor me había dicho que presentaba un aspecto tan lamentable y enfermizo.

6 comentarios:

servidora dijo...

¿Recuerdas mi entrada "Terapia"? Verás, odio las fotos. Odio ver mi cara en un papel... pero ese día decidí que era un buen día para cambiar eso. Decidí que sí que tenía que mirarme en el espejo y decidí que si veía algo que no me gustaba, es que eso tenía que cambiar.

Claro que la foto esa me la hizo mi reina. En eso sí que tuve suerte... a ella no le cuesta sacar lo mejor de mí :-)

Gústate. Si me permites un consejo, vete a un fotomatón (sí, ya sé, pero a cambio tendrás intimidad :-)) y juega a gustarte y hazte fotos. Todas las que haga falta. Hasta gustarte. A ti, que eres la que importa.

Petrusdom dijo...

Los buenos fotógrafos sacan tu mejor fotogenia sin dar muchas ordenes, la próxima vez yo me iría a un fotomaton, al menos no irritan con sus instrucciones de pose.
Saludos cordiales.

CarmenS dijo...

En las fotos nos salimos tan guapos como somos, salvo que las retoquen. De todos modos, después de tanta paliza, ¿qué cara ibas a sacar? De cansancio, de hartura.
El caso es que te sirvan para lo que son.
En mi dni yo parezco una delincuente, o una pirada. Pero he decidido que me da lo mismo.

violetazul dijo...

A mí tampoco me gustan las fotos, mientras no me miro, me imagino, y cuando me veo en foto, descubro que la imagen que imagino no tiene nada que ver con la imagen real.
De un tiempo para acá, como, duermo, y me miro.. han sido muchas sesiones de terapia, pero con ellas he logrado hasta espantar a las ojeras..
Empieza poco a poco, date tiempo, y ayúdate con un pizquito me corrector, cuanto mejor te veas, menos lo necesitarás.
Besos guapa!!

mjromero dijo...

me pareció estar viendo una película, según iba leyendo, una peli de risa, claro, ¡vaya fotografo!
para ojeras las mías y qué fotos, pero paso..., a veces cuesta acostumbrarse a la propia imagen sobre todo si evitamos los espejos y luego una imagen tan fija...
me he sonreído, sí.
besos

Jenn Díaz dijo...

Me apasiona lo que escribes y describes...